Volvía en el San Martín. Recién Morris y ya me moría de ganas por ir al baño. Calculaba; hasta Palomar aguanto. ¿O no? Quizás en un arbolito en alguna estación. No, nunca me gustó hacer en público y menos de día. Quizás cuando llegue a mi estación, antes de caminar las cuadras que me quedan.
En el lado izquierdo del vagón, en los asientos enfrentados, una familia. El hombre, de unos 38 años, campera de River. La mujer apenas se podía ver, pelo teñido de algún tipo de rojo. Dos nenas más grandes, un nene chico y otra nena más chiquita.
Suena una cumbia romántica. Es la segunda de las más grandes, sin auriculares. La veo buscar canciones en un celular. La voy a llamar Micaela. Porque tenía cara de Mica.
Pasa una nena de su edad, unos 9 o 10 años, dando papelitos que dicen "Me puede ayudar con 0.10 centavos para la leche y el pan para mis hermanitos". Mica lee el papel, la mira, mira alrededor. No puede creer que todos le devuelvan el papelito sin una moneda (para vergüenza incluso de quien escribe).
Pasa un hombre sin una pierna, anunciando un accidente hace seis meses que lo dejó inválido. Esta vez una persona le da un billete apelotonado. No llego a ver si es de dos o cinco pesos. Está de espaldas a Mica, así que ella tampoco puede saber. Pasó un hombre sin una pierna, y sólo una persona lo ayudó. La cara de consternación de la nena me tiene cautivado. Espero alguna reacción.
Pasa un hombre vendiendo biromes y anotadores. Cinco pesos los dos con sus respectivas lapiceras. La hermanita más chica pide y obtiene. Mica no entiende, pero sigue sin decir nada. Ya hace rato que dejó la música y el celular. Mira al piso. Piensa mientras mordisquea la tapa de una de las biromes. Intento imaginar qué.
Pero no hay necesidad de imaginación cuando pasan a la vez una señora sorda con su correspondiente papelito y un vendedor de marcadores de colores. Mica y su hermana mayor consiguen que los padres les den una moneda a cada una para darle a la señora. La señora, sorda, solo ve a la otra con la moneda e ignora que Mica quiere hacer lo propio.
Mica no entiende. La mira a la madre para decirle algo, pero no le presta atención porque su hermanito empieza a llorar desconsoladamente porque quiere los marcadores. Los dos personajes ferroviarios desaparecen.
El hermanito llora cada vez más fuerte, mientras veo la cara de Mica, mirando al suelo. Una mezcla de bronca por sentirse ignorada, bronca por no haber podido ayudar a alguien que, ella piensa, lo necesita. Bronca con la que mordisquea más fuerte la tapita. Se le escapa por fin una lágrima. La segunda en el otro ojo. Una tercera en el primero. Nada más. Pasa tres estaciones mirando el piso. La familia habla de otra cosa. Sólo el padre la mira de reojo una vez y mira, creo que con vergüenza propia, para otro lado.
Cuando trato de meterme en su cabeza, por fin se seca. Sólo un ojo. En el otro, la lágrima le quedó marcada por toda la mejilla, a modo de cicatriz. Se levanta y tira la moneda por la ventanilla. Irónicamente, la señora sorda pasa otra vez, inadvertida por Mica. Se vuelve a levantar y tira la tapita. Le saca el anotador a su hermanita, arranca con bronca dos hojas con dibujos y las tira. Busca el otro anotador, arranca otras dos hojas en blanco y repite. Esta vez su hermanito dejó de llorar para buchonear lo que está haciendo ella. La madre le pega en la pierna.
Mica vuelve a mirar al piso y yo me tengo que bajar. Odio tener que bajarme. Pero me bajo. Una vez abajo, no tengo tiempo de ir al baño. Tampoco es momento de mirar el banquito de la plaza donde la pasé a buscar la primera vez. No reparo en la casa del amigo de mi abuelo, ni en los graffitis mal escritos de la cuadra del semáforo. No tengo intención de fijarme si desde la pizzería sonríen otra vez. No saludo al vecino que, como siempre, sube al auto con su bolsita y el ano contra natura.
Lo único que puedo hacer es apurarme para llegar y escribir todo esto con el mayor detalle posible. Tengo la sensación de que hay algo ahí. Hubo algo en Mica que me atrapó. Quizás sea que me vi en ella, veinte años atrás. O veinte años más viejo. O la inocencia y pureza de una mente nueva. Ella no sabe muchas cosas que le permitirían entender al mundo que la rodea. Tampoco sabe que su familia no dista mucho de las que vio pasar en ese rato. Familia de seis en el tren, ropa medio rota, un tipo con cara de haber laburado hace un rato. Todavía no sabe quién es. Así y todo, quiso ayudar y se indignó por la indiferencia del mundo.
Lo mágico de todo es que mirar cada movimiento de una nena en el tren durante media hora me haya disparado tantas cosas. Todo, imagino, por haber sentido la inocencia y la sinceridad con la que Mica mira el mundo.
En el lado izquierdo del vagón, en los asientos enfrentados, una familia. El hombre, de unos 38 años, campera de River. La mujer apenas se podía ver, pelo teñido de algún tipo de rojo. Dos nenas más grandes, un nene chico y otra nena más chiquita.
Suena una cumbia romántica. Es la segunda de las más grandes, sin auriculares. La veo buscar canciones en un celular. La voy a llamar Micaela. Porque tenía cara de Mica.
Pasa una nena de su edad, unos 9 o 10 años, dando papelitos que dicen "Me puede ayudar con 0.10 centavos para la leche y el pan para mis hermanitos". Mica lee el papel, la mira, mira alrededor. No puede creer que todos le devuelvan el papelito sin una moneda (para vergüenza incluso de quien escribe).
Pasa un hombre sin una pierna, anunciando un accidente hace seis meses que lo dejó inválido. Esta vez una persona le da un billete apelotonado. No llego a ver si es de dos o cinco pesos. Está de espaldas a Mica, así que ella tampoco puede saber. Pasó un hombre sin una pierna, y sólo una persona lo ayudó. La cara de consternación de la nena me tiene cautivado. Espero alguna reacción.
Pasa un hombre vendiendo biromes y anotadores. Cinco pesos los dos con sus respectivas lapiceras. La hermanita más chica pide y obtiene. Mica no entiende, pero sigue sin decir nada. Ya hace rato que dejó la música y el celular. Mira al piso. Piensa mientras mordisquea la tapa de una de las biromes. Intento imaginar qué.
Pero no hay necesidad de imaginación cuando pasan a la vez una señora sorda con su correspondiente papelito y un vendedor de marcadores de colores. Mica y su hermana mayor consiguen que los padres les den una moneda a cada una para darle a la señora. La señora, sorda, solo ve a la otra con la moneda e ignora que Mica quiere hacer lo propio.
Mica no entiende. La mira a la madre para decirle algo, pero no le presta atención porque su hermanito empieza a llorar desconsoladamente porque quiere los marcadores. Los dos personajes ferroviarios desaparecen.
El hermanito llora cada vez más fuerte, mientras veo la cara de Mica, mirando al suelo. Una mezcla de bronca por sentirse ignorada, bronca por no haber podido ayudar a alguien que, ella piensa, lo necesita. Bronca con la que mordisquea más fuerte la tapita. Se le escapa por fin una lágrima. La segunda en el otro ojo. Una tercera en el primero. Nada más. Pasa tres estaciones mirando el piso. La familia habla de otra cosa. Sólo el padre la mira de reojo una vez y mira, creo que con vergüenza propia, para otro lado.
Cuando trato de meterme en su cabeza, por fin se seca. Sólo un ojo. En el otro, la lágrima le quedó marcada por toda la mejilla, a modo de cicatriz. Se levanta y tira la moneda por la ventanilla. Irónicamente, la señora sorda pasa otra vez, inadvertida por Mica. Se vuelve a levantar y tira la tapita. Le saca el anotador a su hermanita, arranca con bronca dos hojas con dibujos y las tira. Busca el otro anotador, arranca otras dos hojas en blanco y repite. Esta vez su hermanito dejó de llorar para buchonear lo que está haciendo ella. La madre le pega en la pierna.
Mica vuelve a mirar al piso y yo me tengo que bajar. Odio tener que bajarme. Pero me bajo. Una vez abajo, no tengo tiempo de ir al baño. Tampoco es momento de mirar el banquito de la plaza donde la pasé a buscar la primera vez. No reparo en la casa del amigo de mi abuelo, ni en los graffitis mal escritos de la cuadra del semáforo. No tengo intención de fijarme si desde la pizzería sonríen otra vez. No saludo al vecino que, como siempre, sube al auto con su bolsita y el ano contra natura.
Lo único que puedo hacer es apurarme para llegar y escribir todo esto con el mayor detalle posible. Tengo la sensación de que hay algo ahí. Hubo algo en Mica que me atrapó. Quizás sea que me vi en ella, veinte años atrás. O veinte años más viejo. O la inocencia y pureza de una mente nueva. Ella no sabe muchas cosas que le permitirían entender al mundo que la rodea. Tampoco sabe que su familia no dista mucho de las que vio pasar en ese rato. Familia de seis en el tren, ropa medio rota, un tipo con cara de haber laburado hace un rato. Todavía no sabe quién es. Así y todo, quiso ayudar y se indignó por la indiferencia del mundo.
Lo mágico de todo es que mirar cada movimiento de una nena en el tren durante media hora me haya disparado tantas cosas. Todo, imagino, por haber sentido la inocencia y la sinceridad con la que Mica mira el mundo.
es triste tener padres tan ignorantes, asi es como la inocencia y las ganas de ser bueno se van perdiendo...
ResponderEliminarMe encanto.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminar